Llevo días sin levantar cabeza y, si bien hace dos días tuve un ataque de fatiga, hoy lo que me ha tumbado ha sido el dolor. A la media hora de tomarme el zaldiar que me tocaba me he chutado un ibuprofeno. Da igual lo que me chute, el dolor se apodera de una sin piedad y pese a las drogas sigue martilleando las manos, las rodillas, el cuello, las caderas... Es un dolor torturador, insoportable tanto que le entran a una ganas de darse golpes contra la pared por ver si un dolor mitiga al otro. Cuando te atrapa no se puede hacer nada. A veces me ha dado por llorar pero no sirve de nada. Otras por gritarle a todo bicho viviente que se cruza en mi camino pero eso, además de no ayudar, te hace sentir mal después porque los demás no son culpables de tu dolor. Esta tarde me he puesto a coser para alejar la atención del dolor, tampoco sirve de mucho pero al menos acabas con la sensación de haber hecho algo positivo.
Mientras iba acolchando pensaba en cómo me he apartado de toda vida social. No la echo de menos la verdad. Salvo con Núria, que vive en carne propia el dolor, el cansancio, la borrachera mental y por ello es capaz de entender que me pase días sin llamarla y yo la entiendo a ella, que mi discurso sea incoherente, como yo entiendo que pueda serlo el suyo, que me sienta incomprendida, como yo puedo entender que se sienta ella. Salvo con ella, decía, no mantengo relaciones que no sean estrictamente con mi familia.
¿Por qué? Pues básicamente porque la vida social exige convencionalismos que me demandan mucha energía. Me agota seguir una conversación, me agota estar mucho tiempo sentada, me agota sostener el teléfono un rato largo, me agota escuchar los consejos de los demás que no saben de qué hablan porque no lo viven en su cuerpo. Yendo a mi aire puedo cambiar constantemente de actividad sin dar cuentas a nadie. Puedo dejar las cosas a medias porque se me embote la cabeza o me duela el cuerpo. Puedo retomarlas o no sin dar explicaciones en función de cómo esté.
La vida cotidiana ya me demanda demasiados sacrificios. Acudir a citas médicas, organizar la casa, las comidas, hacer la compra, se convierte muchas veces en una odisea. Planificas y luego tienes que improvisar sobre la marcha en función de las energías o los dolores. Mi fortuna es la gente que convive conmigo, mis hijas ya se han acostumbrado a eso y toleran bien los cambios y las improvisaciones y Antonio tienen una paciencia que ni el Santo Job, me entiende y se adapta perfectamente a las circunstancias que me envuelven.